“¿Y si es que tú no
comprendes nada?”, le dice Creonte a Edipo. ¿Y si resulta que el que no entiende
nada es Creonte y por extensión, todos los hombres? Seres ciegos a la locura de
Edipo.
Edipo, ciego por
elección, prefiere el dolor de la demencia, de ver a través de su ceguera la
claridad/obscuridad humanas, y todas las renuncias que eso supone. Dolor y destierro. Dolor y soledad. Dolor y
pensamiento. Y sentir todo el cielo sobre la tierra.
Ya lo rabiaba Angélica
Liddell este sábado en los Teatros del Canal en su montaje sobre Shanghái y Utøya,
sobre la necesidad de sentirse en los márgenes y amar la juventud. “No puedo
querer y pensar”. La renuncia al amor, a la convención que supone amar, a lo no
verdadero de lo verdadero, es la retirada de los otros, del mundo, y el
acercamiento decidido a la locura.
¿Y yo? ¿Puedo pensar
y querer? Últimamente el cine y el teatro me han interrogado. Este mes de septiembre he
visto Medea y Melancholia, de Lars von Trier, dos
películas oníricas, obscuras e hipnóticas sobre el delirio y sus últimas
consecuencias. En Perfect Sense, cinta de David Mackenzie, descubro un experimento narrativo sobre
la salvedad del amor ante el fin de todas las cosas. Y en Roberto Zucco, asisto al
montaje del texto de Bernard-Marie Koltès que proclama la locura como la
animalidad, y por tanto, la esencia de lo humano.
Concluyo que todos
son Edipo. Koltès/Zucco; Von Trier/Medea; Mackenzie/El apocalipsis erotizado;
Liddell/Utøya. Incluso yo. Pero yo no puedo quedarme del todo ciega. Miro el
sol e intento ver algo, pero la mayoría de las veces, me ciega. Caigo.